La Natividad del Señor en tiempos coloniales
La ciudad de Santiago en ilustración de "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de Felipe Huamán Poma de Ayala, a inicios del siglo XVI. Se observa una visión idealizada de la ciudad, amurallada y dotada de grandes edificios, mientras tiene lugar la realización de un acto público de tipo militar y religioso en su plaza central.
La Navidad o Natividad del Señor en el Santiago decimonónico había alcanzado un acervo bastante chinganero y popular, muy parecido al estilo adoptado también por las Fiestas Patrias. Incluía las “fondas”, el canto a la rueda y el protagonismo de los maestros folcloristas durante la fiesta. Sin embargo, el perfil derivado desde lo estrictamente religioso e incluso lo aristocrático hasta la misma celebración pascuera nacional, se forjaba también sobre el yunque de los largos años coloniales y republicanos tempranos, con la formación misma del criollismo, precisamente.
Las formas, los protocolos, las creencias y las prácticas navideñas en general llegaron con los primeros sacerdotes y hombres de armas españoles que pisaron el territorio, al igual que sucedió con los primeros villancicos e intentos de representación de la Sagrada Familia en Belén. La naturaleza estricta y profundamente cristiana de la fiesta del 25 de diciembre (fecha establecida el dogma entre los papados de Julio y Liberio, siglos III y IV) la hizo ineludible a fin de cada año, pero con la presencia de las órdenes religiosas en Santiago comenzó a adquirir nuevos bríos y rasgos de celebración. Como era inevitable en la sociedad chilena, también encontró bebidas alegres y melodías socarronas para salirse de los recatos.
Quizá como consecuencia de haber perdido las fiestas carnavalescas que precedían la cuaresma, el principal referente de la Pascua para los chilenos del final de la Colonia e inicios de la Independencia comenzó a quedar identificado con la propia Navidad, mientras que la de Resurrección se engloba dentro de la noción general de la Semana Santa, más introspectiva y centrada en la fe, no obstante que los niños pudieran ser objeto de agasajos felices. En esta última, pues, el Conejo de Pascua y sus huevos de dulce o chocolate serían los únicos elementos realmente festivos que aparecerán y mucho después, entre sus más bien restrictivas tradiciones como no comer carne, preferir pescados, evitar bebidas y celebraciones, no usar el fin de semana para paseos, etc. Sin embargo, la introducción de golosinas infantiles de Pascua es algo más bien reciente, estimándose que, para el caso de Santiago, la casa pionera en ofrecer los huevos dulces fue la chocolatería Dos Castillos, fundada por un matrimonio alemán en 1939 y mantenida por la misma familia Burg hasta nuestros días.
El aire de recogimiento y cristiandad que envolvía a ambas fechas santorales más allá de las tradiciones y obligaciones que les eran propias, es decir, las Pascuas de Navidad y Resurrección, entonces debe haber sido bastante similar para ambas en tiempos de la Colonia. Así pues, aunque se dice que San Juan Crisóstomo consideró la celebración del Nacimiento de Cristo como “la metrópoli de las fiestas” en el siglo IV, por su grandeza e importancia para la cristiandad, en Chile la Semana Santa parece haber sido más importante y enfatizada para la sociedad criolla en formación: la Navidad o Natividad, en cambio, resultaba un tanto pequeña, menos ostentosa de lo esperable, reducida principalmente a la noche del 24 de diciembre esperando la llegada del día principal.
A mayor abundamiento, durante mucho tiempo la fecha continuó siendo esencialmente una fiesta religiosa como la descrita, sometiendo o, como mínimo, vigilando desde esta naturaleza espiritual a los rasgos más populares que iban apareciendo también en la misma, inevitablemente. Así describía la situación don Miguel Luis Amunátegui en su obra “Las primeras representaciones dramáticas en Chile”:
Durante la época colonial, la pascua de navidad se celebraba a veces con la representación de autos sacramentales, y siempre con la exhibición de nacimientos en varias casas particulares.
Algunas familias se preciaban de componer estos últimos primorosamente.
En la parte principal de muchas mesas construidas al efecto, y situadas en una sala espaciosa, se presentaba el pesebre del niño Jesús colocado entre la virgen María y San José, y adorado por los pastores y los reyes magos.
El descabezamiento de San Juan Bautista, la fuga de Egipto, la degollación de los inocentes y otros episodios de la misma especie, ocupaban los lugares restantes.
Entre las escenas sagradas, había otras profanas, y aun grotescas.
Figuritas de madera, de cartón, de pasta, de loza y de greda, representaban los personajes puestos a la expectación pública entre búcaros de flores naturales y artificiales.
No obstante, con el tiempo el catálogo navideño crecería, experimentando tensiones entre el conservadurismo clerical y la inclinación más profana con la que el bajo pueblo la asumía como celebración propia. A pesar de este determinismo religioso y de la actividad que lograban movilizar con la fiesta, además, a mediados del siglo XVII había en Santiago sólo algunos sacerdotes dominicanos, franciscanos y jesuitas, por lo que el grueso de la tradición pascuera y pesebrera de la Navidad recaía sólo en la fe y el compromiso ciudadanos. A causa de eso fue, por ejemplo, que un 25 de diciembre de 1627 que se inauguró en La Serena la Iglesia de San Francisco, haciéndola coincidir deliberadamente con el sacro festejo y tocando así la emotividad del pueblo serenense.
Los primeros solares y edificios públicos hispanos de la ciudad de Santiago. Fuente: "Mirador. Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano, 1970-1971.
Escena del Nacimiento de Belén, de camino a "americanizarse" en el Virreinato del Perú, en este caso. Imagen de las páginas de "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de Felipe Huamán Poma de Ayala, hacia 1615.
Soldados españoles jugando dados. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.
Representación de un auto sacramental en el siglo XVII. Estas puestas en escena, ancestros de las artes teatrales, servían también para las representaciones del Nacimiento de Belén y otros episodios relacionados con la tradición navideña. Ilustración de J. Comba publicada en "Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra" de Luis Astrana Marín, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Como ocurre con todas las grandes fiestas religiosas y patronales, entonces, el período navideño comenzaba formalmente con la Novena: oraciones y ritos iniciados nueve días antes de la fecha principal, alguna vez habiéndose puesto en marcha a fines de cada noviembre, de hecho. Oraciones específicas y cantos que son ancestros de los villancicos modernos eran los que se oían durante todo este período, en el que se armaban los pesebres o Nacimientos de Belén y pasaban por las calles las primeras procesiones de la temporada, acompañadas de pitos, flautas, panderos, pífanos, tambores y cascabeles. Era, por ahora, lo más festivo y efusivo que podía verse por esos años en torno a la sobria fiesta.
En 1688 se realizó el Sínodo de Santiago, encuentro organizado por el obispo Bernardo Carrasco de Saavedra. De la carta respectiva y de las disposiciones que se publicaban todavía en el año siguiente, se desprende algo interesante sobre estas mismas materias. Sucedía que, siendo los cantos religiosos parte importante de las solemnidades navideñas, debieron establecerse normas en lo referido al canto del Oficio Divino durante los encuentros de la fiesta de la Catedral, para garantizar la compostura y protocolo:
Cantaranse siempre las primeras, y segundas Vísperas todas las Fiestas de Cristo Nuestro Señor, y su Madre Santísima: las de los Apóstoles, y de Ángeles, las de Santa Rosa, San Saturnino, y la Dedicación, y Consagración de esta Iglesia, que fue a diez y nueve de octubre de ochenta y siete; y porque este Coro no puede sustentar cantores, y capellanes, ni los tiene, se dirán en tono los maitines de las festividades referidas, menos las Pascuas de Navidad y Resurrección; que entonces serán todos cantados; y después de media noche; conviene a saber, los de Navidad a las dos de la mañana, y los de Resurrección a las tres; también se cantarán los del Miércoles, Jueves, y Viernes Santo, que el vulgo dice Tinieblas.
Pero, como el pueblo criollo y mestizo iba tomándose con creciente alegría aquellos encuentros navideños e incorporándole elementos lúdicos o de folclore, la misma Iglesia debió restringir las esas manifestaciones y establecer prohibiciones, a la larga. Uno de los principales vetos se dirigió a la presencia de cantos y letras burlescas o satíricas dentro de la Catedral de Santiago ya durante el siglo siguiente, como veremos.
Cabe observar, en otro aspecto, que por aquel entonces los jesuitas estuvieron especialmente interesados en fomentar las actividades y celebraciones de fin de año. Y si bien la fiesta mantenía ya algunos rasgos carnavalescos más bien tibios, reducidos en lo principal a desfiles y murgas populares como las mojigangas cuanto mucho, continuaba prevaleciendo en ellos la rigidez de la doctrina rectora de la fe, debido a medidas como las comentadas y otras que se fueron agregando.
No menos hacían los sacerdotes franciscanos, por cierto, fomentando la ritualidad y las tradiciones de las Fiestas de Natividad: tanto de Jesús como de Juan Bautista y, especialmente, de la Virgen María. Por este último compromiso profundo con la Santa Madre fue que, cuando el murciano fray Pedro de Bardeci tomó el hábito de San Francisco de Asís por esos mismos años en la Recoleta Franciscana de Santiago, adoptó el nombre de Pedro de la Natividad en alusión al nacimiento de María. Es recordado como autor de innumerables hechos supuestamente paranormales o milagrosos y fue un serio candidato a beatificación-canonización, de hecho.
En trabajos como “La Fiesta. Metamorfosis de lo cotidiano” de Isabel Cruz y “¡Chile tiene fiesta! El origen del 18 de septiembre (1810-1837)” de Paulina Peralta, queda deslizada la idea de que la cantidad de fiestas celebradas en la Colonia resulta difícil de precisar, aunque la Natividad del Señor era segura, incluso con sus restricciones y sentido solemne. En 1696, por ejemplo, las fiestas religiosas del territorio chileno sumaban 94, además de los 52 domingos con concurrencia obligatoria a las misas. De acuerdo a la estimación que hace Cruz, cerca de un tercio del año era tomado por esta clase de celebraciones, algo muy parecido a lo que denunciaba Benjamín Vicuña Mackenna en su momento, ya en tiempos republicanos. Sin embargo, la asistencia a la misa y la organización de actos públicos no parece haber sido tomado como una obligación durante toda la época.
Hubo ocasiones en que incluso la fiesta de Natividad del Señor se postergó hasta el día 26 de diciembre, aunque las fuentes de información resultan escasas para comprender todo el contexto y las características con las que se daba la celebración. Más aún, parece haber sido recién en el siglo XIX cuando se formalizaron y ordenaron algunos de sus aspectos más estrictos y reconocibles de la etapa clásica.
No menos importante es el hecho de que, en el Sínodo de Santiago de 1763, las disposiciones del obispo Manuel de Alday y Aspée dejaron al descubierto la posible presencia de otra curiosa y socarrona costumbre popular, liberada en los períodos de las fiestas de fin de año, precisamente. Se refiere con esto a las canciones burlescas o satíricas que se estaban cantando desde hacía algún tiempo en la Catedral de Santiago, y que ahora quedaban prohibidas, apelando a las disposiciones de la encíclica del papa Benedicto XIV:
Aunque se permite la música en los templos; pero debe ser aquella, que cause devoción; y no la que distraiga, o sirva para mover a risa: por lo cual, mandamos que en los maitines, que se hacen la Noche de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo, en nuestra Catedral, no se canten villancicos burlescos contra algunos gremios, o personas; sino que todos sean en alabanza al misterio que se celebra; reconociéndolos primero el presidente del Coro.
Hubo algunos roces con la Iglesia también respecto de las prácticas de tradiciones pesebreras y ceremoniales en aquellos años. Durante el gobierno de Agustín de Jáuregui y Aldecoa, por ejemplo, en la Navidad de 1777 se puso en marcha una larga temporada de teatro con comedias y sainetes, que se extendió hasta el carnaval del año siguiente, dejando incorporada formalmente a la Pascua navideña al sentimiento de diversión popular veraniega de fin de año.
Cabeza de San Juan Bautista, obra de madera tallada y policromada de escuela sevillana, siglo XVII. Aunque hoy parezca tétrico, estas imágenes del bautista decapitado pudieron ser parte de las ornamentaciones coloniales de la Pascua de Navidad, a veces junto a los pesebres o bien formando parte de las puestas en escena de autos sacramentales y representaciones del Nacimiento de Cristo. Pieza en exhibición en el Museo del Carmen de Maipú.
Piezas de cerámica perfumada de las monjas clarisas, cuyo convento quedaba en donde está ahora la Biblioteca Nacional de Santiago. Esta cerámica era muy apetecida especialmente en el período de fiestas de fin de año. Imagen de 1960, publicada en Memoria Chilena.
Antigua figura de un Niño Dios vestido en modo festivo, procedente de la localidad de Huite, en Chiloé. Publicado en "Costumbres religiosas de Chiloé y su raigambre hispana" de Isidoro Vázquez de Acuña, en 1956. Fuente: Memoria Chilena.
Retablo con escena del nacimiento en el Museo del Carmen de Maipú. Obra de escuela quiteña en madera tallada y policromada del siglo XVIII. Donación de doña Amparo Martínez en memoria de doña Chita Ortúzar de Blasco Ibáñez.
Fanal con escena de la Sagrada Familia en el Nacimiento de Belén. Obra del siglo XIX estilo escuela quiteña, en madera tallada y policromada más detalles en plata, con la cúpula de cristal. Donada por el señor Víctor Figueroa al Museo del Carmen de Maipú.
Diego Barros Arana se refirió a la puesta en escena navideña de 1777, que parece una obra tomando elementos y personajes de la Semana Santa como de la Navidad, como una especie de interacción entre ambas Pascuas. Lo hace en un artículo suyo del periódico “El Correo del Domingo” del 29 de junio de 1862, citado y comentado también por Amunátegui. Decía don Diego en su texto :
Allí no había decoraciones ni aparato escénico. Algunos mulatos notables por su desplante estaban vestidos de casacas, como los oficiales de guardia de gobierno, para representar a los reyes magos, a Herodes o Poncio Pilatos. Dos o tres mujeres, más recomendables por su locuacidad, que por la cultura de sus maneras, se habían cubierto de vistosas sayas para desempeñar el papel de Santa Ana, la Virgen María o Santa Isabel.
El empresario de marras era don José Rubio, uno de los precursores de la actividad teatral más constituida y profesional en Chile, así como del espectáculo de volatín que se halla en los orígenes de la tradición circense. Su compañía teatral era uno de los primeros equipos independientes que se veían en el país, pagando a cada actor de seis a ocho pesos por sus servicios. Ramón Briseño también juzga el resultado de sus obras, en su “Repertorio de antigüedades chilenas”, en 1889:
En pascua de navidad de 1777, un empresario improvisó una compañía para representar en Santiago sainetes y autos sacramentales. Allí no hubo decoraciones ni aparato escénico, y sin embargo el dicho empresario logró atraer al espectáculo numerosa concurrencia y obtuvo ganancia. El mismo solicitó, poco después, del gobernador Jáuregui, el que le permitiera establecer una casa de comedias permanente; pero no hubo caso por la fuerte oposición que el obispo Alday hizo a la realización de semejante proyecto.
Una veintena de obras se ofrecieron aquel período, incluyendo entremeses con algunas tonadillas o piezas menores. Claramente, la Pascua de Navidad de la Colonia tardía estaba dejado de verse como la ceremoniosa, grave y hasta pacata fiesta de tiempos anteriores. Habría sido algo impensable en esos tiempos previos, diríamos, dada la resistencia de la Iglesia a quitar solemnidad a estas fiestas y la mirada desconfiada que prevalecía en el clero hacia las artes teatrales. La temporada de Rubio logró cumplirse, a pesar de las protestas del Obispado de Santiago, y acabó siendo un acierto para los intereses del empresario teatral.
Paradójicamente, la propia fe católica había colaborado en la introducción de las artes teatrales a través de los mencionados autos sacramentales, obras de contenido religioso y pasajes bíblicos que se presentaban en fechas santorales como el Corpus Christi y la Semana Santa, culminando con mojigangas, cantos y desfiles. Durante el tiempo en que estuvieron en práctica, desde el siglo XVI hasta su prohibición en 1765, la Navidad también daba ocasión a algunas de estas representaciones de teatro primitivo: de ellas proviene la tradición de hacer Retablos de Navidad con pesebres “vivos” y recreaciones de la llegada de los Reyes Magos a Belén, con actores voluntarios que salen de entre la misma feligresía, muchas veces. Son las escenas que describe Amunátegui, precisamente.
Iniciativas posteriores, pero derivadas de la misma experiencia impulsada con Jáuregui, se repetirán tras la aprobación de una solicitud, en noviembre de 1795, por parte del Cabildo de Santiago: se acogía la propuesta del escribano Ignacio Torres para presentar unas pocas comedias a partir de la Navidad y también hasta el período del carnaval. Sólo se pusieron algunas restricciones al comercio dentro del lugar escogido como corral para las presentaciones teatrales.
El tradicional encuentro religioso de la Nochebuena era la Misa del Gallo, en tanto, ceremonia que, muy probablemente, haya sido la principal expresión de celebraciones desde los inicios de la sociedad criolla en plena Conquista. Nadie de prestigio o que aspirara al auténtico respeto podía faltar a la famosa ceremonia en la Catedral de Santiago, en la medianoche del día 24 al 25 de diciembre. Sin embargo, esta comenzó a adquirir algunas características más profanas provenientes -otra vez- de costumbres populares y más genuinas, como la de llevar animales de corral hasta la ceremonia, similares a los del pesebre, o bien realizar ruidosas manifestaciones callejeras durante toda la noche de Navidad. Si a eso sumamos las señaladas prohibiciones de las canciones humorísticas o satíricas que debían ser verificadas por el encargado del Coro, vemos que había una clara tirantez entre las expectativas que tenía el sector popular para hacer su parte en la celebración y la más circunspecta visión de la Iglesia sobre las formas en que debía darse la misma, siempre hostil a las manifestaciones más vulgares.
Por aquella misma época, además, ya al final de la Colonia se haría más o menos común que, aprovechando los calores del período navideño (tan contrastantes con el clima desde donde provienen muchas tradiciones del hemisferio norte adoptadas acá, dicho sea de paso), ciertas familias decidieran partir en caravana a pasar la celebración en balnearios o lugares de descanso fuera de las ciudades. Esto hacía que la percepción del período de la Navidad, que se extendía por encima del cambio de año hasta la Pascua de los Negros, sirviera como referencia de facto para el final de cada año, en pleno estío.
En el caso de Santiago, aquella posibilidad de salir a veranear aprovechando el período la daban atracciones como los pozos de El Resbalón, el entonces pueblito agrícola y ecuestre de Renca, a uno y otro lado del río Mapocho; o los baños termales de Colina, con propiedades curativas, además. También estaba para tales distracciones el folclórico poblado de San Bernardo; o los baños de Apoquindo y otros destinos campestres aún más distantes que eran frecuentados también el período del carnaval y, ya en tiempos de la República, también durante las Fiestas Patrias.
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