La celebración navideña en la sociedad republicana

"La Pascua Popular", ilustración publicada en la revista “Zig-Zag” a fines de 1905, del artista Ricardo Richon Brunet, mostrando cómo eran en el pasado las celebraciones navideñas del pueblo, básicamente similares a las Fiestas Patrias, y que ya estaban en retroceso a la fecha.

Al avanzar los tiempos después de la Independencia, la Navidad iría acusando una conjunción de elementos tradicionales y criollos, más otros que le fueron incorporados en el camino. Estos últimos provenían, en gran parte desde la fuerte influencia de colonias extranjeras como la española, alemana, francesa, italiana, británica y norteamericana. Probablemente, desde la vertiente europea se haya incorporado el pavo en la cena navideña o de la víspera, por ejemplo, costumbre extensiva también al banquete de Año Nuevo en muchos casos.

Entre las primeras alusiones a la Navidad criolla del período encontramos el testimonio del oficial de la marina británica Basil Hall, quien en su diario de viaje asegura haber visto en Valparaíso el esplendor de la fiesta en 1820 acompañada incluso por las corridas de toros heredadas desde tiempos coloniales pero que comenzarían a ser prohibidas poco después, a partir de una campaña iniciada por don Manuel de Salas:

En la época de las fiestas de Navidad, el aspecto de la ciudad es brillante y animado; una gran afluencia de pueblo es atraída por las festividades y sobre todo por las corridas de toros.

En la tarde de Navidad, que corresponde a nuestro San Juan de estío, en los momentos en que la luna esparcía su tranquila claridad por el puerto, se advertía por doquiera una alegría viva y ruidosa: aquí os encontrabais con un grupo de bailarinas; más allá cantores campesinos entonaban antiguos romances populares acompañándose de la guitarra; y a través de la muchedumbre con la que bebían y charlaban, algunos jinetes hacían admirar la maestría y la hermosura de sus corceles. De uno a otro extremo de la ciudad y a lo largo del muelle del Almendral, todo era movimiento y animación.

Las corridas de toro principal a las cuatro de la tarde. Este espectáculo nada tiene de terrible, y su principal objeto es recrear al populacho. Es preciso convenir que vale más conducir los hombres a la felicidad por el camino del placer que marchitar y corromper su corazón por las violentas emociones que provoca la odiosa costumbre de derramar sangre.

Hall agrega que el ruedo taurino es de gran tamaño, cercano por ramas y postes, además de dividir los palcos del primer piso en ramadas. Allí, en como parte de la celebración navideña, "se  canta y se bebe con una indescriptible alegría". También había músicos y danzantes contratados para el espectáculo, valiéndose de arpas, guitarras y tamboriles. "El principal interés que nos ofrecían estas fiestas estaba en la variedad de trajes del pueblo, que no nos cansábamos de observar", agrega, comentando de paso algo que confirma que los chilenos no hemos cambiado mucho desde entonces: "Nos costaba mucho trabajo también comprender su extraño lenguaje: oíamos a nuestro alrededor hablar español pero mezclado con innumerables expresiones locales o chilenismos". También comenta de las buenas atenciones durante su visita a las fondas de la ciudad, el baile de algo parecido al minuet (¿Sería el Cuando?) y una sección con pañuelo en alto que claramente debe guardar alguna relación con la cueca, danzada con mucha más gracia entre los huasos que entre los citadinos, según su impresión:

Las diversiones duraron toda la noche; al llegar la mañana, aunque este pueblo sea de un carácter dulce y apacible, las danzas tomaron un carácter desordenado; las canciones eran más licenciosas; se vieron, sin embargo, pocos ejemplos de embriaguez o de libertinaje. Es de notar que no haya sino bailarinas de profesión que se exhiban así al público. Este ejercicio es para la multitud el placer por excelencia: me ha ocurrido alejarme de las ramadas durante algunas horas; a mi regreso, he encontrado los mismos espectadores en el lugar donde los había dejado, y siempre entretenidos en mirar con placer igual las mismas danzas.

Una vez consumada la lucha independentista y organizándose ya el sistema político para iniciar la vida como República, la Iglesia tomó algunas medidas que buscaban reducir la cantidad de fiestas religiosas heredadas desde la Colonia y evitar así que tantos feriados afectaran el desarrollo y progreso de la sociedad. Con este objetivo se publicó un decreto de Indulto Apostólico del Arzobispado Vicario, en 1825, en donde se conservaron para el ejercicio devocional sólo las principales fiestas, cerradas anualmente con la Navidad del Señor. Tomando para sí las facultades apostólicas concedidas por el papa León XII, entonces, instruyeron a clérigos seculares, clérigos regulares y fieles dentro de Chile:

1.° Están derogadas todas las fiestas de sólo obligación de oír misa.

2.° Las fiestas de riguroso precepto quedan reducidas solamente a las siguientes:

  • Todos los domingos del año.

  • La Circuncisión del Señor.

  • La adoración de los Santos Reyes.

  • La Encarnación del Hijo de Dios.

  • La Ascensión del señor.

  • Corpus Cristi.

  • Los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo.

  • La Asunción de Nuestra Señora.

  • El Día de Todos Santos.

  • La Inmaculada Concepción de Nuestra Señora.

  • Pascua de Natividad de Nuestro Señor.

3° Las festividades de los Santos patronos de cada una de las ciudades, villas y lugares del Estado de Chile, cuando no sean contenidas en las sobredichas de riguroso precepto, se trasladarán al próximo domingo que sigue.

Las expresiones más aristocráticas de la celebración navideña convivían en las ciudades con las más propias de la alegre plebe, a la sazón. Endulzada por las delicias salidas desde las cocinas de monjas pasteleras, como las rosas y las claras, la alegre Navidad de las clases populares de Santiago se iría refugiando en barrios chinganeros y en ferias de entretención masiva. En territorio rural se convertía en fiestas colectivas, además, como observa el explorador germano Eduard Poeppig en sus memorias “Un testigo de la alborada de Chile. 1826-1829”, cuando se refiere a la localidad de San Felipe de Aconcagua:

En el día de Navidad había ya gran movimiento en las calles mucho antes del alba, pues todavía llegaban campesinos desde los alrededores, y centenares de caballos se encontraban amarrados en torno a la sencilla iglesia, cuyos dueños escuchaban la misa matinal, a la que faltaba, sin embargo, el encanto que le transmitiría en la Europa boreal la oscuridad en lenta retirada de un amanecer invernal. La misa principal fue cantada algunas horas más tarde, y mientras se celebraba, se disparaban incesantemente cañones y encendían cohetes ante sus puertas, una costumbre que se repite en todas las antiguas colonias españolas, y que se observa cuidadosamente en las fiestas solemnes celebradas en solitarias misiones del Marañón por los indígenas, como parte integrante de sus servicios religiosos, que, por lo demás, son muy curiosos. Apenas terminada la misa, los asistentes corrieron con un apresuramiento casi indecente a sus cabalgaduras, y los abigarrados jinetes y amazonas de todas las clases se dirigieron en rápido galope a un llano vecino, donde se realizaron carreras de caballos.

Santiago visto desde la terraza de artillería Marcó del Pont en el cerro Santa Lucía, hoy terraza Hidalgo, en acuarela de 1831 del artista Charles Wood Taylor.

Fanal con escena de la Sagrada Familia en el Nacimiento de Belén. Obra del siglo XIX estilo escuela quiteña, en madera tallada y policromada, más detalles en plata, con la cúpula de cristal. Donada por el señor Víctor Figueroa al Museo del Carmen de Maipú.

 

Óleo con el aspecto antiguo del lado posterior de la catedral, publicada por Gabriel Guardia O.S.B. en "Joaquín Toesca: el Arquitecto de La Moneda". En donde se ve el murallón colonial con la hornacina con la imagen de un Cristo Crucificado, que existió hasta la primera mitad del siglo XX.

Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Lámina litográfica con las "fondas" de temporada en la Alameda de las Delicias. Publicada por R. S. Tornero en “Chile ilustrado”, 1872. Imagen basada en la ilustración "La Noche Buena en La Cañada” de Paul Treutler, en 1860.

Tratándose de las llamadas carreras a la chilena según parece, había algunas discusiones en la pista pero, en general, reinaba la paz hasta horas de la tarde, en las que “el chileno es peligroso, por haber consumido alcohol en abundancia”. Todo jinete debía demostrar gran destreza y dominio del animal aun hallándose ebrio, pues, “aunque ya no esté en condiciones de andar a piel, no se caerá del caballo”. Así jugaban también a otros desafíos como “tirar un gallo”, consistente en dos concursantes amarrados entre sí y galopando con el extremo de sus lazos en la mano, tratando de derribarse.

Expresiones igualmente profanas de celebración se verían en el Maule, según un informe del Archivo Arzobispal de Santiago que figura en la “Historia general de la Iglesia en América Latina”. Correspondiente a un informe de la visita episcopal a la Parroquia de Pelarco en 1856, en donde señala explícitamente:

Es costumbre muy antigua que los días de Pascua de Natividad, Circuncisión del Señor y Epifanía, han de haber ramadas a pocas varas de la Iglesia, en donde se canta y hay toda clase de desórdenes…

En su trabajo titulado “Canto a lo divino y religión popular en Chile hacia 1900“, Maximiliano Salinas comenta que aquellas expresiones de desorden debieron ser, en lo fundamental, las clásicas ramadas, chinganas e instancias de remolienda pero en plena Navidad, en algunos casos acompañadas de cantos y coplas que el clero consideraría sacrilegio, por el contenido picaresco o satírico de las mismas. Hay registros de su presencia y práctica en la Alameda de las Delicias y otras partes de Santiago durante, así también en la localidad de Curepto cerca de Talca, según un periódico de 1883 citado por Salinas.

En tanto, la proximidad de la fiesta con el Año Nuevo, celebrado entre los santiaguinos desde el siglo XVII cuanto menos y por posible influjo jesuita, también dio la oportunidad para instalar otra tradición del bajo pueblo en los calendarios: el forzar como “feriados” todos los días entre el 25 de diciembre y el primero del año siguiente, cuanto menos, algo por lo que tanto alegaba también Benjamín Vicuña Mackenna en su momento. Peor aún era si el 1 de enero caía cerca de algún domingo porque, a pesar de que la fiesta no tenía la energía de nuestros días, de todos modos la ausencia laboral se extendía hasta el martes siguiente, pasando de largo por el lunes: es decir, se volvía “san lunes”.

Algunos memorialistas hablaron de un registro del año 1833 de la Parroquia de La Estampa de La Cañadilla, nuestra avenida Independencia, mostrando que ya estaba presente por entonces un cántico popular hispano dedicado al Nacimiento, Probablemente, era entonado en esta iglesia antes o durante la colocación del Niño “nacido” en la escena del Pesebre de Belén,:

Esta noche es Noche Buena
y no es noche de dormir
que la Virgen está de parto
a las doce ha de parir.

Mencionado por autores como María Elena Morales en un artículo de la revista “En Viaje” (“Artesanía navideña de los pesebres”, 1967), se sabe que dicho canto se hacía todavía en pleno siglo XX. Específicamente, era entonado en templos como la iglesia de la Parroquia de la Vera Cruz de calle Lastarria, según constata Eugenio Orrego Vicuña en “O’Higgins. Vida y tiempo”.

A pesar del sentido de alegría impreso a la celebración, todavía era indivisible el fundamento religioso de la Navidad en aquellos años. Después que el viajero Paul Treutler ve la forma en que tiene lugar la fiesta en la capital chilena, comenta lo siguiente en sus relatos de “Andanzas de un alemán en Chile. 1851-1863”:

Cuando las campanas de las numerosas torres de la capital invitaban a los feligreses a celebrar el nacimiento del Señor, todos, viejos y jóvenes, ricos y pobres, nobles y plebeyos, se dirigieron a los templos. Terminada la ceremonia, un gentío incalculable se congregó en la Plaza de Armas, donde se quemaron magníficos fuegos artificiales. De allí se trasladó a la Alameda, donde se habían levantado innumerables ramadas, en las que se vendían helados y dulces, como también las más excelentes frutas y los más bellos ramos de flores. Así como es costumbre en Europa alegrar a las personas queridas con algún regalo en la Nochebuena, aquí se usaba obsequiar a las señoras, frutas y flores de excelente calidad, por la que se pagaban a veces, precios fabulosos. La buena sociedad paseaba durante una hora por la Alameda a la luz de la luna, deleitándose con las melodías de varias bandas de músicos, el agradable aire nocturno y el aroma de las frutas y de las flores. Luego se iban a sus casas, donde pasaban el resto de la noche haciendo música y bailando. Las clases populares, en cambio, permanecían toda la noche en las ramadas de la Alameda, donde cantaban muchachas al son de las guitarras, y la gente bailaba, comía, jugaba y bebía en forma realmente salvaje. A la mañana siguiente se cantaba una misa solemne en la Catedral y el día se pasaba como el anterior. No se conocía un segundo día festivo, como en Alemania.

Así como la Pascua de la Resurrección era en Santiago la fiesta del “reencuentro”, la de la Navidad era la de la despedida, pues después de ella todos los que estaban en situación de hacerlo, abandonaban la ciudad para pasar la temporada calurosa en lugares menos cálidos o en los balnearios; otros frecuentaban en esa estación los baños de San Bernardo, Cauquenes, Apoquindo, Chillán o Colina, y como meses eran los de las grandes vacaciones, en que permanecían cerrados todos los tribunales, la Universidad, los liceos y otros establecimientos, gran parte de la población viajaba hacia las provincias septentrionales y meridionales de la República.

Similares expresiones de alegría tenían lugar en Valparaíso, como se ve en una nota del periódico porteño “El Diario” del 26 diciembre de 1851, citado por Daniela Serra Anguita en un artículo reproducido por la “Revista de Historia Ibero Americana” (“¡Hoy es Nochebuena y la ciudad está de fiesta!: la celebración de la Navidad en Santiago, 1850-1880”, año 2011). Informaba entonces el medio impreso:

Sería un delito capital dormir esa noche (...) Oleadas de gente de diversos sexos, clases y condiciones cruzan en todas direcciones la ciudad: la parte religiosa afluye a las iglesias que abren sus puertas a desusadas horas, para dar cabida a los que van a elevar plegaria por el Infante del pesebre; otra parte (...) fiel a citas dadas de antemano, acuden en busca de sus parejas que a cierta y convenida hora deben reunirse en algún punto. Se ponen, pues, en movimiento y ya hemos llegado a la plaza de abastos (...) Nuestro paso será cortado y nuestros oídos ensordecidos por los infinitos vendedores de las nuevas frutas, cuyos gaznates se disputan la preferencia en el gritar. El uno encomia la breva fresquita aunque madurada por un esfuerzo artístico del hortelano; el otro el duraznito de la Virgen, cual la laxante ciruela, el dorado albaricoque; otro proclama la sandilla madurita, las guindas y sus inseparables compañeras, las peras; en fin todo es confusión, todo gritos y chillidos.

La fiesta navideña con ramadas y chinganas del bajo pueblo, en tanto, era muy similar a lo que se veía también en las Fiestas Patrias, por no decir que lo mismo: sólo cambiaba el homenajeado. Se inscribía así en el larguísimo calendario de celebraciones parecidas que se tomaban las posadas, bodegones y quintas, tanto en las fechas correspondientes con en la ociosa tradición del “san lunes”, que consistía en extender la fiesta de los domingos hasta el primero de la semana, faltando a los deberes laborales.

Por aquella razón fue, justamente, que Vicuña Mackenna escribe molesto en su “Historia crítica y social de la ciudad de Santiago”, dejando testimonio de otro de sus varios conflictos profundos con con las inclinaciones de la plebe:

La ociosidad del pueblo consagrada por el almanak corría pareja con la nefanda desmoralización de las chinganas indígenas, donde aquella se albergaba junto con la chicha y el puñal. Además de los cien días de descanso que representaban los cincuenta y dos domingos del año y sus san lunes, que era de precepto por el vicio, no se contaban menos de diez y siete días de rigurosa guarda, fuera de los siete de semana santa, de los ocho del octavario del corpus, de los tres del carnaval y pascua de chalilones y sancochados, y, por último, de los cinco que corrían desde la Navidad hasta el año nuevo, que hacían cincuenta días más de inevitable vagancia y ociosidad. Agregábanse a estos veinte y cinco llamados de media fiesta, y con esto, y sin contar con otros fastos de ociosidad que dejamos apuntados, quedaba completa la mitad cabal del año, que constituía la medida legal de la existencia del colono.

En otro aspecto, dentro de una sociedad tan supersticiosa y temerosa de lo sobrenatural por largo tiempo se creyó también que en la Nochebuena algunos espíritus malignos salían de “recreo”, casi tal como sucedería en la Noche de San Juan. En su “Memorial del viejo Santiago” el cronista Alfonso Calderón comenta que, por aquel mismo motivo, “provechosas resultan las recomendaciones a las niñas de asegurarse manto, basquiñas y enaguas”.

En la Navidad de 1946, un editorialista del diario "La Nación" recordaba con cierta melancolía las formas de celebración criolla en los referidos años decimonónicos, antes de su modernización y la introducción de elementos culturales más propios del hemisferio norte:

La Alameda era nuestra Vía Apia, y nadie que se preciara dejaba de echar una mirada las fondas, a las ventas y al movimiento profuso que se desbordaba allí. Pero nadie tampoco que se sintiera persona de rumbo o categoría rehuía la asistencia a la Misa del Gallo de la Catedral. En otras partes había pesebres más populares y nacimientos que deslumbraban a los visitantes, pero la Catedral mantenía, dentro de sus pesados mudos, el acento antañón de un Santiago que descendía de encomenderos y corregidores, de graves funcionarios y militares de la Patria Vieja, de constituyentes de 1833 de pelucones y de cepa.

Mientras tanto, el pueblo se moviliza en torno a los pesebres de las Monjas Clarisas y de las Monjas Rosas, que estaban decorados con delicada e ingenua fantasía, o se animaban con orquestas de violines y rabeles. Las ruedas infantiles volteaban siguiendo el sencillo coro de los villancicos trasplantados a América por los conquistadores:

Vamos partorcitos
Vamos a Belén!
Que ha nacido un Niño
Para nuestro bien.

Qué bonita mano,
Qué bonito pie,
Qué bonito el Niño
De María y José.

El tiempo agregó otros elementos nuevos al folclore navideño, como los pinos de Pascua aparecidos hacia mediados del siglo XIX y procedentes del símbolo del árbol de San Bonifacio, originalmente. Llegó gracias a los colonos alemanes, por supuesto, siendo adoptado después por hogares y templos católicos y evangélicos. Claramente, sin embargo, se estaba ya en un período de apertura a tradiciones navideñas foráneas, que iban a acabar sepultado una gran fracción de las que habían acompañado hasta entonces a la sociedad chilena, en todo su espectro.

Colección de cerámicas perfumadas de las monjas claras en el Museo del Carmen de Maipú. Eran muy cotizadas en el período navideño.

"Visita al pesebre", ilustración de la "Lira Popular" a fines del siglo XIX. Fuente imagen: "Aunque no soy literaria: Rosa Araneda en la poesía popular del siglo XIX" de Micaela Navarrete.

Antigua foto de un expendio popular de cola de mono en la Feria Navideña de la Alameda de las Delicias, hacia el año 1900.

Escena de la feria navideña de la Alameda de las Delicias, por Abelardo Varela en la "Revista Cómica" de 1897. Se ve un puesto con una olla, probablemente con ponche de leche.

Aviso del Bazar Alemán para el Año Nuevo 1902, en medios como la revista "La Lira Chilena". Aunque ya presentaba al personaje de Santa Claus en el diseño, este parece sólo como parte de la decoración del aviso. De todos modos, es una de sus primeras apariciones gráficas.

Antes que la principal atención de la fiesta y del comercio se mudara a la Alameda de las Delicias durante el mismo siglo XIX, uno de los principales puntos de encuentro familiar en la ciudad de Santiago -durante la Novena y la celebración misma de Pascua- siguió siendo la Plaza de Armas. Incluía presentaciones de orfeones y puestos de comercio. Lo propio sucedía en la Plaza de Abastos a orillas del Mapocho, creada por Bernardo O’Higgins en donde estará después el Mercado Central. Aún se lucían las frutas, claveles, albahacas y otras generosidades del reino vegetal. Las residencias y chinganas engalanaban sus fachadas por igual, confundiéndose el aspecto de las mismas con el que ofrecían también en otros períodos de celebraciones, como las dieciocheras. Cosas parecidas debieron verse en ciudades como Valparaíso y Concepción.

Ya pasado el medio siglo, sin embargo, la concentración comercial navideña era en la enorme feria del paseo de la Alameda de las Delicias, con todos esos mismos elementos folclóricos y costumbristas que podemos reconocer en las Fiestas Patrias: baile, canto a la rueda, músicos de arpa y vihuela, chicha, ponche de leche, chacolí, comida, recuerditos en venta, etc.

Las tradiciones navideñas irían adquiriendo después un matiz más íntimo y familiar contrastante con el jolgorio más público, curiosamente. Los juguetes para niños, en tanto, se popularizan gracias al comercio del mismo siglo XIX, incluyendo la costumbre de dejar sus zapatos afuera de sus piezas para que aparezcan al día siguiente junto a ellos los regalos, costumbre más practicada entre las clases modestas todavía en la siguiente centuria, pero que se relaciona con las leyendas milagrosas de San Nicolás de Bari dejando premios en las calcetas de los infantes.

Sin embargo, la Guerra del Pacífico privaría a muchos conscriptos y oficiales de aquella posibilidad de celebrar la fiesta en familia, debiendo conformarse con recordar a los suyos en la distancia y las condiciones adversas. Soldados y marinos podían tener o no la oportunidad de celebrar según las condiciones del momento lo permitieran, según se verifica en sus testimonios y memorias, pero nada había garantido al respecto. Sirvan de ejemplo las anotaciones en el diario del carpintero 1° del blindado Cochrane, el británico Edwin John Penton, el 25 de diciembre de 1879, describiendo la que quizá fuera su peor Navidad:

Día de Navidad, muy aburrido, igual que cualquier otro día, nada diferente. No se menciona la Navidad. Llegamos a Pisagua a las 7 AM. Faena de carbón todo el día. La "Abtao" está aquí con 3 transportes. A las 10 AM llegó la "Covadonga" desde Arica. Estoy deseando volver a mi viejo buque, no hay comodidad, normas o consideración aquí. Envié una carta a tierra, para mi querida esposa, para que sea llevada mañana a Valparaíso en el vapor.

Por lo general, la "fiesta" de la Pascua de Natividad en los teatros de la guerra era mínima a bordo de los navíos. En tierra, en cambio, se reducía en los campamentos a un saludo protocolar de la soldadesca y una misa matinal a cargo del respectivo capellán, con recepción de correspondencia y día de franco si las condiciones lo permitían. A lo sumo, música de la banda y algo parecido a un rancho como cena. Poco para hombres extrañando a sus familias y amigos, además de no poder contar con las tabernas, casas de juego y casas de remolienda que solían ser cerradas en el período de la fiesta dentro de los territorios ocupados, al menos durante el primer año de guerra. Quizá mejores suertes hayan tenido durante las fiestas los oficiales y conscriptos de las ciudades ocupadas, aunque también se sabe que los chilenos salían con restricciones en Lima y otras urbes.

Los hitos históricos de las Navidades de Santiago desde sus orígenes hasta el arribo del siglo XX, van desde el desarrollo de la mencionada feria folclórica que se ejecutaba antaño en la Alameda hasta la introducción del Viejito Pascuero en la misma tradición, pocos años antes del Centenario, dejando atrás la época en que era el propio Niño Dios quien llevaba los obsequios a los infantes de cada hogar. Las antiguas tradiciones que unían como pocas veces en el año a plebeyos y aristócratas, entonces, acabaron decayendo y diluyéndose entre las sombras del tiempo. La introducción de pautas internacionales llegadas al país gracias al mismo comercio navideño también fue modificando notoriamente a la fiesta, despojándose de muchos elementos más criollos que fueron característicos en ella.

En tanto, en el Parque Cousiño de Santiago, hoy Parque O’Higgins, su óvalo y pista central eran usados en el período decembrino para las llamadas Batallas o Corsos de Flores, con carros de caballos pulcramente decorados con flores naturales o sintéticas, en una gran muestra y desfile. Fueron eventos más del gusto de la alta sociedad e importantes en los primeros años de la centuria, así como las elegantes cenas que ofrecían en la época instituciones como el Club Santiago, con una velada de carácter familiar y muy refinada.

Para los niños, en cambio, estaban las grandes exposiciones de juguetes, organizadas durante esos mismos años por las más impresionantes casas comerciales de entonces, entre la Navidad y el Año Nuevo. Además del Bazar Alemán de Krauss Hermanos en calle Ahumada, que hizo escuela con estas muestras navideñas, destacaban otros establecimientos como la Casa Prat que en 1902 mostraba sus novedosos juguetes franceses de cuerda en Santiago y Valparaíso, el famoso castillo de Gath y Cháves en Estado con Huérfanos y quizá con el mayor surtido de juguetes y muñecas disponibles en la época, y la Casa L. Falconi que en 1911 ofrecía una exposición juguetera en sus tres direcciones: Estado con Agustinas, San Diego 185 y Alameda de las Delicias 3083.

A la sazón se mantenía vigente en la sociedad chilena la forma de festejo popular de la Navidad con chispa folclórica clásica y genuina, tan importante en la feria y fondas de la Alameda en Santiago. Esto la hacía favorita en el bajo pueblo y, como hemos dicho, podrían haber pasado perfectamente por unas segundas Fiestas Patrias en cuanto a estética y símbolos. La edición de revista “Zig-Zag” de fines de 1905 publicaba algunas postales a página completa con artísticas ilustraciones del artista Ricardo Richon Brunet representando diferentes formas de celebración de la fecha, en una de la cuales se ve una perfecta fonda chilena con bailarines de cueca y músicos, acompañada de la siguiente copla titulada “La Pascua Popular”:

Esta es la epopeya de las albahacas
y de los claveles y las banderolas
de los palmoteos y las alharacas
de huifas y de holas!

Hierve el regocijo de los grandes días,
porque es Noche Buena! Y entre chiste y mueca,
se da día el pueblo con las alegrías
de la zamacueca.

Como las fiestas dieciocheras ya eran por entonces más grandes que las de Navidad, tendían a llevar su impronta y rasgos folclóricos hasta las demás celebraciones del calendario. Este aspecto general con el que ha llegado la Pascua navideña al siglo XX, combinando elementos foráneos con criollos, nos lo describe Oreste Plath en los años sesenta, en su “Folklore religioso chileno”:

En algunos pueblos se conserva la tradición navideña, esa que legaron los conquistadores con el Nacimiento o el Pesebre, con la mula y el buen calentando al recién nacido; con los pastores que llegan con su cordero; con los Reyes Magos guiados por la estrella. Los pesebres, a los cuales concurren hombres, mujeres y niños llevando su presente de porotos, las peras del Niño, los duraznos de la Virgen, la pequeña chupalla, el diminuto cesto, el nido de pájaros arrancado de un árbol, la tortilla de rescoldo, el librillo de trigo recién nacido, claveles y albahaca.

El Pesebre, en el que afloran los villancicos, religiosos y populares consagrados a celebrar al niño; y las tonadas acompañadas de música de guitarra. (…)

La Navidad con Misa del gallo, animada por los chiquillos con instrumentos de caña o guías de zapallo.

En algunas partes del país se desarrollan ingenuos “Autos Sacramentales”, “Autos de Navidad”, escenificación de fragmentos de la natividad. En el acto van apareciendo los Reyes Magos, convocados por la estrella, la Virgen y el recién nacido. Y los villancicos como para acallar al niño.

En esta misma celebración, participan carros o carretas arrastradas por bueyes, mientras campesinos y aldeanas van cantando tonadas arriba de ellas.

Afortunadamente, varios otros autores recuperaron también gran parte del recuerdo de aquellas Pascuas de Navidad de antaño, salvándolas así de su total desaparición entre las memorias de la ciudad. Destacamos los casos de Vicente Reyes, Justo Abel Rosales, Luis Orrego Luco, Moisés Vargas, Aurelio Díaz Meza, Sertorio Candela y Manuel Gandarillas, por mencionar sólo a quienes nos parecen ser los más consultados.

Comentarios

  1. Demasiado interesante, harta información para quienes nos gusta la Historia de nuestro pais. Saludos!!!

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