Unas extrañas y ruidosas Nochebuenas

Probablemente heredada desde costumbres practicadas en la Colonia tardía, ya en los tiempos del ordenamiento republicano había una extraña y poco solemne tradición ceremonial que tenía por escenario, a veces, hasta la propia Catedral de Santiago junto a la Plaza de Armas. Puede darse por seguro que esto se repitiera en otras ciudades y territorios parroquiales de provincias, sin embargo.

Se trataba de una suerte de carnavalito zoológico en la Nochebuena coincidente con la Misa del Gallo y la Misa de Navidad, en donde se apoderaba del ambiente una usanza que hoy parecería incomprensible para una instancia litúrgica. Un testimonio directo de su existencia y de aquellas formas que asumía lo proporcionó en su tiempo Moisés Vargas, en “La diversión de las familias. Lances de Noche Buena”, uno de los libros más interesantes para bosquejarse una idea sobre las navidades de la época:

Desde días antes de Navidad la gente del bajo pueblo, y los muchachos más particularmente, se hacen a todo trance de enormes chicharras de madera, canarios de lata, cachos, flautines, silbatos, pititos de caña, capagatos, y otra infinidad de instrumentos a propósito para producir el más diabólico estrépito.

Se arman tales ingeniosos instrumentos con el objeto de dar el debido y necesario esplendor a los Nacimientos, las misas de Aguinaldo y, especialmente, a la de Noche Buena.

En los Nacimientos, donde nunca falta el devoto dueño, un par de cantoras con sus respectivas arpas y guitarras, tan luego como concluye cada verso de aquellas ridículas y sacrílegas canciones compuestas ad hoc quién sabe por qué inspirados vates, se suelta toda aquella multitud a producir la más inaudita y protesta bullanga que pueda dejarse oír.

Es aquello un ruido extraordinario infernal, capaz de dañar el tímpano de oído más organizado y constituido, a propósito, para soportar el estruendo de las mayores tempestades. El que carece de instrumento no por eso permanece mudo: imita el canto del gallo, rebuzna, ladra, aúlla, da balidos, silva o produce los más atronante y discordantes sonidos a que se presta su garganta.

Semejante manifestación tenía quizá alguna clase de relación o semejanza con las irreverencias que el obispo Manuel de Alday y Aspée se había esforzado en erradicar del templo metropolitano, tantos años antes. Aunque no existen muchas otras fuentes al respecto, la misma curiosa práctica fue descrita después por Carlos Eduardo Bladh en su obra “La República de Chile. 1821-1822”. Dice allí el historiador y viajero sueco:

Las ceremonias en las fiestas religiosas son extrañas y exóticas, y sobre todo la Noche Buena se celebra de una manera grotesca. Las iglesias iluminadas desde temprano se llenan de gente heterogénea, entre ellos una gran cantidad de niños y personas de edad, que llevan gallinas y cerdos vivos que son golpeados para hacerlos cloquear y chillar. Otros tocaban pitos y cuernos, o metían bulla con matracas. Este terrible ruido, en recuerdo del establo donde nació el Salvador, continuaba hasta después de la medianoche, entonces un niño vivo era presentado y el cura que oficiaba la misa, proclamaba el nacimiento de Cristo. La misa terminaba con un hermoso coro; pero el ruido de los fatales cuernos, pitos y matracas seguía toda la noche por todos los barrios de la ciudad.

En nuestra época, Maximiliano Salinas dice en “Canto a lo divino y religión popular en Chile hacia 1900” que aquella expresión ritual y nocturna permaneció con el aditivo carnavalesco, ese que tanto asombraba a los visitantes extranjeros y que habría sido denominada Bullanga de Navidad. Muchos concurrentes hacían en ella la enorme sonajera de gritos, cacareos o chillidos imitativos de animales usando sus propias gargantas, labios o con instrumentos, también haciéndose acompañar de las bestias molestadas para que causaran ruido en el momento preciso en que se anunciaba la llegada de Jesús de Nazaret, como observó Bladh.

Por un rato en cada celebración, entonces, el templo quedaba convertido al sentido de la audición en algo como una granja en medio de un terremoto. Esto se mantuvo hasta cerca del Centenario Nacional, de hecho, cuando terminó de ser desterrada de entre los fieles que aún quedaban practicándola.

La desaparecida costumbre pretendía simbolizar a la fauna de corrales avisando de que ya había nacido el Mesías, evidentemente. Domingo Faustino Sarmiento había comentado que “en otros tiempos se ponía en un palo enfrente de las puertas una gavilla de trigo, para que los pajaritos viniesen a comer” también durante la fiesta. La representación de esa presencia animal figura en los contenidos del Nacimiento de Cristo, los pesebres e incluso villancicos y días consagrados a la espera en el Adviento. Según la tradición, además, San Francisco de Asís recomendaba que los criadores dieran doble ración de alimento en Navidad a sus aves, ganado y demás animales domésticos para hacerlos sentir alegres en la celebración, como comenta Oreste Plath en sus “Folklore religioso chileno”.

Los animales del pesebre de Belén en la lámina "Qvinta Edad del Mvndo des(de) el Nacimie(n)to de Gesvcristo", de Felipe Guamán Poma de Ayala, hacia 1615. La escena del nacimiento de Cristo y de la Sagrada Familia se acompaña tradicionalmente de los animales que fueron testigos de la llegada del Niño Dios al mundo. Fuente imagen: sitio Det Kgl. Bibliotek de Dinamarca.

Plano de S. Giacopo (Santiago) de 1776, publicado por el famoso cronista y naturalista, el Abate Juan Ignacio Molina, detallando lugares relevantes de la ciudad en el siglo XVIII.

Plaza de Armas de Santiago hacia 1859, con la fuente central y los actuales edificios del Museo Histórico y la Municipalidad de fondo, en su costado norte.

Imagen de la Plaza de Armas, aproximadamente en 1870. Atrás se observa parte de la fachada de la Catedral de Santiago y la esquina de calle Catedral con Puente. Los cuatro hermosos jarrones de mármol que rodean la pequeña área verde, actualmente están repartidos en el cerro Santa Lucía y el Museo Histórico Benjamín Vicuña Mackenna.

Óleo con el aspecto antiguo del lado posterior de la catedral y su altar de Cristo, publicada por Gabriel Guardia O.S.B. en "Joaquín Toesca: el Arquitecto de La Moneda".

El mismo autor recién mencionado hace una interesante exposición en la revista “En Viaje” (“Navidad y leyendas de animales”, diciembre de 1953) sobre las relaciones pascueras de la fauna, recordando la relevancia de los animales en el momento y escena del Nacimiento. Recuerda allí también la forma que adoptó en Chile un relato conocido en todo el continente, pero con ciertas variaciones entre país y país:

Cuando el gallo canta dice:
-¡Cristo nació!
La vaca pregunta:
-¡En dónde?
Y su la oveja oye, agrega:
-¡En Belén!
Lo que despierta la curiosidad de la cabra y le hace exclamar:
-¡Vamos a ver!
El burro, con una desacostumbrada prisa, dice:
-¡Vamos, vamos!
La mula, de muy malas ganas, responde:
-Mañana, mañana.
Y el chancho:
-No, no, no.

Se agrega que el buey está bendito por la Virgen desde el nacimiento del Señor por prodigarle su soplo cálido, que le hacía un tibio ambiente en sus horas del pesebre.

Y que la mula es estéril porque la maldijo la Virgen en el establo de Belén, pues mientras el buen alentaba al Niño para proporcionarle algún calor, la mula soplaba hacia él para darle frío, y se comía la paja del establo. Por eso, cuando lo notó Nuestra Señora, le dijo:

-Maldita seas tú, mula, ni parida ni preñada.

Y desde entonces es estéril.

Otras manifestaciones igualmente simpáticas y, en ciertos casos, hasta perturbadoras para la Misa de Gallo, se vieron en localidades como de Los Andes, según recuerda Salinas a partir de una nota del diario “El Andino” de esta misma ciudad, específicamente en su edición del último día de 1876. No tenían el elemento animal que se describe presente en otros casos, pero sí el mismo sentido un tanto irreverente y casi escandaloso, prácticamente de bacanal, de acuerdo a lo que señala el periódico:

Con mucho entusiasmo celebró la Nochebuena la gente del pueblo. Sin escuchar las pastorales advertencias que el señor cuya hiciera en la misa del domingo, cuidándose poco en que hubiera o no misa del gallo, desde las primeras horas de la noche del domingo, cada hijo de vecino alzaba en la plaza su tienda bien provista de ponche “golpeado”, con su par de guitarras que para pasar bien bastan y sobran. No fue un campo de Agramante aquel: era una feria de descamisados y “sansculottes”, como dirían los franceses.

Lo propio se observaba por entonces en Quillota, Melipilla, Curicó y otras localidades chilenas. Y es que era la principal forma en que celebraba el estrato popular chileno por entonces, echando mano a los placeres del folclore y las tradiciones, combinadas con sensaciones carnavalescas y la catarsis bulliciosa. Incluso una copla popular en el Chile de esos años surgió de la adaptación del “Cancioero” español de fray Ambrosio Montesino, de 1508.

Consultado también por Salinas, el periódico “El José Arnero”, editado por el cantor a lo divino don Juan Bautista Peralta, reproducía estos versos en la Navidad de 1905, que también tienen versiones muy parecidas en Chiloé y en las coplas del poeta popular Daniel Meneses:

Esta noche es Nochebuena
y no es noche de dormir
está la Virgen de parto
y a las doce ha de salir.

Debe observarse que algo parecido se había visto ya en lo que fue llamado el Dieciocho de las Ánimas de los tiempos de Diego Portales, que se celebraba en las puertas del Cementerio General de Recoleta a principios de cada noviembre, con fondas, toldos, cocinerías, grupos de músicos, mucha cueca y tonadas. Estas eran, pues, las formas heredadas y aprendidas desde las chinganas coloniales y las primeras fondas republicanas, con usos y preferencias que irían quedando relegados solamente a las Fiestas Patrias con el correr de los años.

Por supuesto, la remolienda pascuera no pasaba sin seguir generando protestas y reclamos en las páginas de la prensa. Existió incluso una campaña del diario “El Mercurio” que, de acuerdo a Salinas, desembocó en la prohibición de las concurridas chinganas de las recovas, los cantos y los bailes después de la medianoche, en la Navidad de 1892. Sin embargo, era un esfuerzo sin rumbo el tratar de contener las alegrías de la ciudadanía como principal motor activo en la fiesta, por mucho que quisiera recuperarse el sentido religioso original de ella con la efectiva proscripción de las Bullangas de Navidad y otras manifestaciones parecidas.

Finalmente, cabe comentar que la descrita relación de la identidad navideña con un espíritu franciscano y animalista en Chile fue reafirmada muchos años después, en la Navidad de 1964. Fue en los jardines de la Iglesia del Patronato de San Antonio de Padua, en calle Carmen 1553 de Santiago: respondiendo al llamado del joven padre Hernán Álvarez Carmona, cientos de personas llegaron con sus animales el 25 de diciembre para recibir la bendición del Día de Pascua, realizada por primera vez en el país. Aparecieron allí perros, gatos, aves de corral, aves de jaula, tortugas y hasta monos amaestrados, recibiendo la Oración por los Animales como premio a “su presencia amiga y leal”, según palabras de Álvarez para la ocasión. El acto había sido preparado por la Sociedad Protectora de Animales Benjamín Vicuña Mackenna, que celebraba también sus 58 años.

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