Nochebuena entre batallas: la Navidad en la Guerra del Pacífico

Navidad de 1880 Regimiento Buin 1° de línea en Lurín. Óleo en tela, Raúl Olmedo, año 2008. Fuente imagen: sitio La Guerra del Pacífico 1879-1884 (Perú, Bolivia y Chile).

Tal vez suene ya como una afirmación de Perogrullo, pero es claro que todo el quehacer recreativo de los soldados durante la Guerra del Pacífico (1879-1884) adoptaba formas ingeniosas y hasta casi extravagantes en ciertos casos, por el simple hecho de hallarse en un contexto tan comprensible como era la lidia diaria con el aburrimiento, el estrés y las tensiones de la situación general en que se hallaban las almas de los mortales. Quizá haya sido un combate tan exigente como lo era el enfrentamiento armado mismo: las posibilidades de aprovechar fechas festivas y hasta cualquier tiempo libre que pudiera estar disponible en la vida en el frente quedaban como auténticos desafíos, en gran medida dependientes de esas mismas inventivas.

La incertidumbre en  la temporada podía ser tal, sin embargo, que los hombres de la Guerra del 79, chilenos y aliados, ni siquiera podían tener certezas tan pequeñas como saber si habría alguna oportunidad de celebrar las grandes fiestas del calendario, por modestas que fueran sus formas de aprovecharlas para agasajar la alegría y mantener la moral alta. Es probable que no pudieran enterarse de si habría o no tal ocasión para cada pequeño festejo sino hasta prácticamente encima de las mismas, algo que sucedía con el carnaval, las Fiestas Patrias, la Navidad o el Año Nuevo.

El primer período de la guerra, particularmente, ese mismo que involucró las campañas de Tarapacá y de Tacna-Arica, tenía ciertas singularidades apuntando directamente al ánimo y la emoción colectiva: la llegada de un año en número redondo, como fue la fiesta de 1880, el primer Año Nuevo de la Guerra del Pacífico. Ocasión amarga para muchos chilenos, por cierto, dada su proximidad con la trágica Batalla de Tarapacá del 27 de noviembre anterior: un triste fin de año para familias y camaradas de los mártires, como la propia viuda del coronel Eleuterio Ramírez, doña Gabriela Medina, quien recibió las noticias de la muerte y luego las condolencias formales el 21 de diciembre, casi encima de la Navidad, respondiéndolas desde Santiago con evidente congoja el 2 de enero siguiente. Estas cartas figuraron en el “Boletín de la Guerra del Pacífico”.

Debe hacerse notar que, en el mismo período, la primera Navidad de los chilenos en tierra y tras estallar la guerra había sido esperada por tantos de ellos en los campamentos militares de Pisagua, Dolores y San Francisco, aquel 1879 que ya se acababa. En su “Guerra del Pacífico. Apuntes del Capellán de la Primera División”, el sacerdote Ruperto Marchant Pereira deja dicho algo muy interesante sobre aquella celebración y el protagonismo que adoptaron en ellas dos personajes: el entonces convaleciente capitán Bernardo Necochea, melipillano del Regimiento 2° quien había sobrevivido gravemente herido al desastre de Tarapacá, y su hijo el sargento Manuel Jesús Necochea, quien había sido hecho prisionero por los peruanos pero logró escapar de manera casi novelesca junto con los soldados Brígido Marín y Pablo San Martín. Escribe el religioso sobre aquella ocasión:

Instalado de nuevo en San Francisco, la víspera de la Pascua de Navidad, al anochecer, fue a cobrar la palabra en capitán Necochea, quien, incorporándose en su lecho: -“Soldados, dijo, a los heridos que estaban en el mismo recinto, mañana va a comulgar vuestro capitán: ¿habrá alguno que no lo imite?” Como ese día los sacerdotes celebran tres misas, la primera, les sirvió de preparación; en la segunda, todos recibieron la sagrada comunión; y la tercera, fue acción de gracias.

A la hora de almuerzo, estando reunidos todos los empleados de la Ambulancia, de repente se abrió una puerta, y, en medio de la estupefacción general, apareció el capitán Necochea, que, vestido con el traje de un oficial peruano, apoyado en el brazo de su hijo don Manuel, sargento del 2°, avanzó hasta la cabecera de la mesa, y sentándose: -“Caballeros, dijo, yo les había dicho que, para el día del Niño Jesús, yo me levantaba”. Pudieron oír entonces de los labios del sargento la famosa odisea de su cautiverio, su escapada a través del desierto y, lo que es verdaderamente admirable, el encuentro con su padre el mismo día del Niño Dios. ¡Qué escena cuando se estrecharon en el más apretado abrazo, y cuando aquel valiente y audaz joven, con voz resuelta, le dijo: -“¡Padre, yo juro que he de vengar tu sangre!” Y así fue, pues, en Tacna, sin poderlo contener, se lanzó al medio del combate y peleó hasta morir.

Marchant Pereira agrega que, mientras aquello sucedía en San Francisco, en la cercana Dolores, donde estaba reunida la mayor parte del Ejército, se realizaba misa todos los domingos. Era un acto importantísimo y de gran significación para todos, en el que se instalaba el altar en una loma, sobre una cureña, con más de 9.000 soldados presentes. Destacaba allí la figura del general Manuel Baquedano, con rendición de armas en el momento exacto cuando el sacerdote levantaba la hostia divina.

Cuando las mismas fiestas habían sorprendido a los chilenos en medio de la Campaña de Lima, con los desembarcos realizados en los días alrededor del 24 y 25 de diciembre de 1880, además de las ocupaciones de Pachacamac y Manchay, por el lado aliado los sentimientos navideños no podían ser menos contradictorios e inciertos que entre sus adversarios chilenos. El llamado a movilización de los reservistas del Ejército en Lima se hizo cuando muchos de ellos prácticamente se estaban sentando en la mesa para la cena de Nochebuena de 1880, debiendo dejar sus familias y salir hacia los convoyes que los llevarían más al sur, pasando allá también el cambio de año.

Hallándose en los preparativos del combate de Miraflores, el futuro diputado peruano Pedro Manuel Rodríguez reflexionaba sobre aquellos días en notas que dejó en su diario personal y que fueron reproducidas en la revista “Uku Pacha” N° 10, de diciembre de 2006. Leemos allí que, no bien terminó la Navidad de 1880, al día siguiente partió la marcha y sólo tuvo por desayuno un vaso de leche cruda, tomada en el camino hacia el reducto. No tomó el rancho alimenticio ofrecido en Miraflores a las dos de la tarde, el que fue muy malo según supo de sus camaradas. De hecho, recién el 28 de diciembre pudo comer algo del rancho en el campamento. Toda la atención de los peruanos estaba, en esos tensos momentos, en la inminencia del combate que iba a desatarse allí y que tendría lugar el 15 de enero del año siguiente tras tan angustiante espera, por lo que apenas pudo haberse sentido la pasada del espíritu de la Pascua de Navidad y luego el Año Nuevo entre ellos.

Fuera de que el curso de los acontecimientos en los campos de batalla y en la diplomacia determinaran todas las posibilidades de celebrar las referidas fiestas, aunque fuese con lo mínimo disponible y debiendo echar mano a la creatividad si se pudiese, las esperanzas y frustraciones rondando las expectativas de cada diciembre deben haber sido especialmente fuertes e intensas entre el personal militar. La lejanía de sus hogares, el recuerdo de sus familiares o seres queridos y las limitaciones de la comunicación en la época eran factores determinantes para la misma predisposición con que se enfrentaban aquellas posibilidades de celebrar, por lo demás.

A la sazón, la Pascua de Navidad o de Natividad del Señor tenía una cara íntima y más hogareña como la que se conserva ahora, especialmente entre familias de alta sociedad, pero también ofrecía un rasgo más público y popular influido por las folclóricas fondas que se armaban para recibir la Nochebuena, básicamente similares a las de Fiestas Patrias. Este cariz lo aseguraban también grandes manifestaciones de todo tipo que tenían lugar, año a año, en el período decembrino de marras, destacando en Santiago la inmensa feria comercial y recreativa que se montaba en la Alameda de las Delicias desde el templo de San Francisco hasta las cercanías de la Estación Central, en donde abundaban pequeñas chinganas, farolitos de luz, chichas, venta de juguetes de madera, locitas perfumadas de las monjas claras, vasos de horchata “con malicia”, ponches de leche calientes y fríos (posible antecedente de la tradicional bebida cola de mono) y cueca con arpa y vihuela, entre otros elementos de un completo cuadro costumbrista.

La Navidad de aquellos años, en consecuencia, tenía un alcance mucho más popular de lo que hoy podría creerse: era una celebración tanto religiosa como laica, que muchos tomaban como fin de año en los hechos abandonando la ciudad al día siguiente, pues comenzaban la temporada estival de vacaciones en Renca, San Bernardo, las pozas de El Resbalón, las quintas de Peñaflor, los baños de Colina o Apoquindo y, si el recurso lo permitía, a Valparaíso y otros balnearios. No estaba posicionado aún Santa Claus (tan mal conocido que su nombre, a veces, hacía creer que era una entidad femenina), o nuestro más criollo Viejito Pascuero, personaje inspirado en San Nicolás de Bari y que fuera introducido en el imaginario nacional recién hacia principios del siglo siguiente por algunas casas comerciales. Hasta entonces, los obsequios eran traídos a los chiquillos chilenos el propio Niño Jesús y, en algunas tradiciones más propias de provincias según parece, a veces por los Reyes Magos o de Oriente, siguiendo una vieja usanza española.

En cambio, el símbolo universal del pino de Navidad ya estaba siendo instalado como tradición desde mediados del mismo siglo en el país, siendo los colonos alemanes del sector Llanquihue los principales sospechosos de haber incorporado este elemento. Más populares que el árbol, sin embargo, eran en las ciudades los pesebres o nacimientos de Belén desde tiempos coloniales, muchos en tamaño natural y desatando verdaderas competencias por montar los mejores de cada barrio, como sucedía en las calles del barrio Recoleta de Santiago. Como era esperable, entonces, algunos de estos elementos simbólicos de la celebración deben haberse visto también en los campamentos de la Guerra del Pacífico, pues ya eran bien conocidos por los chilenos.

Lámina litográfica con las "fondas" de temporada en la Alameda de las Delicias. Publicada por R. S. Tornero en “Chile ilustrado”, 1872. Imagen basada en la ilustración "La Noche Buena en La Cañada” de Paul Treutler, en 1860.

Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, probablemente en 1879.

Soldados chilenos retratados bebiendo algún refresco en Lima, en fotografía de estudio de la Casa Courret, hacia 1881. Fuente imagen: colecciones de Pedro Encina en Santiago Nostálgico.

"Visita al pesebre", ilustración de la "Lira Popular" a fines del siglo XIX. Fuente imagen: "Aunque no soy literaria: Rosa Araneda en la poesía popular del siglo XIX" de Micaela Navarrete.

Ilustración de Pedro Subercaseaux retratado la escena de una Pascua de Navidad en un campamento de guerra, publicada por la revista “Zig-Zag” a fines de 1905..

Por lo general, entonces, la "fiesta" de la Pascua navideña en campañas se presentaba adaptada a las condiciones demandadas por la guerra y reducida en muchos de sus aspectos. Resultaba ser mínima en los navíos de guerra, por ejemplo, sólo con gestos simbólicos a bordo, mientras que en los campamentos se comprimía en el descrito saludo protocolar y una misa matinal del respectivo capellán, con recepción de correspondencia y día de franco si las condiciones lo permitían… Muy poco para hombres extrañando a parientes y amigos, como se ve, además de no disponer de tabernas, casas de juego y casas de remolienda que solían ser cerradas en el período de la fiesta dentro de los territorios ocupados, al menos durante el primer año de guerra.

Sirvan como ejemplo descriptivo sobre aquellos fantasmas de la postración las anotaciones en el diario del carpintero 1° del blindado Cochrane, el británico Edwin John Penton, hechas el mismo 25 de diciembre de 1879. Titulado como el "Diario de Edwin John Penton a bordo de la Fragata Blindada Cochrane. 1878-1882", leemos sobre aquel día:

Día de Navidad, muy aburrido, igual que cualquier otro día, nada diferente. No se menciona la Navidad. Llegamos a Pisagua a las 7 AM. Faena de carbón todo el día. La "Abtao" está aquí con 3 transportes. A las 10 AM llegó la "Covadonga" desde Arica. Estoy deseando volver a mi viejo buque, no hay comodidad, normas o consideración aquí. Envié una carta a tierra, para mi querida esposa, para que sea llevada mañana a Valparaíso en el vapor.

Un año después, la Navidad celebrada en el campamento de Lurín con suerte sería algo más que una misa a cargo del capellán y con pequeñas arengas, pero tenía la significación suficiente para convocar las alegrías y sentimientos espirituales. Las acciones de ese entonces fueron seguidas del difícil andar por tierra y de enfrentamientos como el Combate del Manzano, el 27 siguiente. El 13 y 15 de enero serán las batallas de Chorrillos y Miraflores, por lo que el Año Nuevo debe haber sido apenas advertido entre las distracciones, preparativos y urgencias. Fueron las últimas Navidad y Año Nuevo para muchísimos de aquellos valientes chilenos y peruanos, en consecuencia.

A mayor abundamiento, la Pascua de Navidad de 1880 volvería a involucrar al capellán castrense Marchant Pereira ahora en el campamento de Lurín y con un papel más secundario en el encuentro, junto con un grupo de hombres del Regimiento 1° de Línea Buin que se encontraban en esta misma localidad. Para aquella Nochebuena se había montado el respectivo altar con un pesebre de Belén bendecido por el presbítero José Eduardo Fabres, a la sazón capellán de la Segunda División y a cargo de la ceremonia, ante el comandante de este cuerpo, general Emilio Sotomayor, y los estandartes de las unidades presentes. Hay disponible una investigación y descripción detallada de aquel evento realizada por Raúl Olmedo D., titulada "La Navidad de 1880" y publicada desde 2019 en el sitio de divulgación histórica "La Guerra del Pacífico 1879-1884 (Perú, Bolivia y Chile)".

Justo Abel Rosales, por su lado, recuerda algo más sobre la forma en que su unidad, el Regimiento Rancagua, celebró la misma Navidad de 1880. El evento vino a suceder mientras continuaba el desembarco de tropas y se preparaba el sacrificado camino hacia la ciudad de Lima, como expresa el autor en su obra “Mi campaña al Perú. 1879-1881”. No había mucho ánimo ni tiempo para expresar emociones respecto de las fechas, en consecuencia. Detallando más este relato, era el viernes 24 de diciembre y la tropa del Rancagua había recibido calzoncillos en la mañana y luego un traje de brin completo, bajando de la nave recién pasado el mediodía. Así iba a ser la espera de la Nochebuena de Rosales, entonces, con muy poco dando cuenta realmente de que se estaba en la celebración de la Natividad del Señor, incluso para los muy creyentes hombres:

A las 3 p.m., menos 10 minutos, llegó una lancha remolcada, trayendo una plana de desembarco, N° 28, en la cual empieza a embarcarse el 2° Batallón, comenzando por la 1º Compañía. A las 3 horas 35 minutos, sale esta lancha repleta de soldados. En el camino se le une otra del “Valparaíso”. Este cuerpo y el nuestro, y también creo que el “Naval”, son los últimos que quedan a bordo. Los demás de este gran Ejército, han marchado por tierra hacia el interior, sin ser molestados por nadie. Sólo se refiere que en Lurín, 7 leguas de Lima, una pequeña fuerza allí existente, huyó más que deprisa a la vista de nuestros Regimientos. ¿No es una vergüenza que a tan corta distancia, nuestras tropas anden sin ser molestados por nadie? ¡Y estamos casi a las puertas de Lima!

En estos momentos, 3 horas 25 minutos, sale una segunda lanchada de “aconcagüinos”.

A los oficiales, se nos ha dado esta tarde, chaquetas de brin bastante cómodas.

(…) Poco después de las 5 P.M. terminó de embarcarse el 2° Batallón y siguió el N° 1. La 1° Compañía fue la que sólo se embarcó, pues la noche llegó tan puesta. Después de retreta, el comandante me dice que acomode un altar para decir misa esta noche. A esta hora (las 11 p.m.) he terminado esta tarea. Mañana, al venir el día, se habrá terminado tan importante acto y enseguida.

Muy temprano tendremos que desembarcar.

Un cambio importante sucede a los chilenos con la conquista de Lima, sin embargo, a partir del 17 de enero de 1881. Esto ocurre en un particular contexto de hechos, además: cuando la impaciencia y el exceso de optimismo llevaron a muchos a celebrar como si fuese el final de la conflagración. Al menos podrían tener desde ahora mejores Navidades tantos ellos destinados a permanecer en la ocupación, sin embargo, disponiendo de los placeres y atracciones de la capital peruana y sus alrededores; o eso parecía, hasta que llegó la hora de partir hacia las sierras para muchos otros.

Aunque se trate de un relato novelado y, por lo tanto, con ciertos rangos de posible ficción, hay algo relevante al respecto en las memorias del oficial José Miguel Varela plasmadas en “Un veterano de tres guerras”, de Guillermo Parvex, particularmente cuando retorna a Lima ese mismo año. Ahora destinado a tomar servicios más propios del mundo civil para el almirante Patricio Lynch en el mismo Ejército de Ocupación, Varela llegó a alojarse en el cuartel Granaderos del Colegio Dos de Mayo en el Callao, cuando arribó antes del mediodía de aquel 24 de diciembre de 1881 al puerto:

Cerca de las once de la noche -de a pie y con nuestros mejores galas- nos fuimos a la iglesia que estaba a tres cuadras del cuartel, para asistir a la Misa del Gallo. Quizá por el hecho de venir llegando de Chile, no me sentí muy nostálgico y esta fue la tercera Navidad que pasé lejos de la Patria. Sin embargo, sentía a Chile muy cercano, considerando el tiempo que había pasado allá, con la gente que yo quería.

Terminada la misa nos encaminamos al cuartel y compartimos una deliciosa cena, que se prolongó hasta muy tarde.

Un poco más activa fue, después, la Navidad de Arturo Benavides Santos descrita en sus “Seis años de vacaciones”, aunque escuetamente relacionada si la comparamos con otros episodios que son repasados en sus entretenidas memorias. Esta celebración iba a ser su penúltima Navidad en tierras peruanas, en 1882, tras volver de la Campaña de la Sierra y encontrándose ahora en las tareas de ocupación del puerto de Pisco:

La Noche Buena de ese año fui a cargo de la banda de músicos a la iglesia parroquial, para solemnizar la misma de media noche.

Conforme a las instrucciones que el ayudante me dio, me puse a las órdenes del cura, el cual me la hizo colocar en el coro y me previno que sólo hiciera tocar piezas alegres.

Durante la misa hice tocar una diana y otras piezas que el primero de la banda me dijo eran alegres, y cuando terminó ordené tocar una cueca en la plazuela de la iglesia.

El mayor Ávila, que había quedado de comandante accidental del cuerpo, por haber sido llamado a Santiago el coronel Robles, le pareció mal la cueca y me mandó arrestado. Yo consideré injusta la orden y conforme a la ordenanza reclamé al comandante general de armas y jefe de la división de ocupación del departamento, que era el comandante don Leoncio Tagle, del Lontué.

Este ordenó se me mandara a Ica, en calidad de arrestado, donde se me agregó al Lontué.

Por esta circunstancia pude conocer esa ciudad, y pasar con los oficiales del Lontué, que me atendieron mucho, ocho o diez días muy agradables y divertidos

Queda retratada, entonces, la forma modesta, recatada y por lo general muy limitada (ora por recursos, ora por órdenes) de celebrar la Natividad de Cristo entre los soldados de la guerra, sin más lujos que algún altar improvisado para la misma, un pesebre o retablo si acaso podían conseguirlo y, con algo más de suerte, alguna salida recreativa autorizada por algún rato, con las exigencias correspondientes de buena conducta… Muy diferente a los desenfrenos y fiestas de trasnochada que se vivían en la Alameda de Santiago o en los boliches de marineros en el incorregible puerto de Valparaíso, por esos mismos años.

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