Una casa del cola de mono en Plaza Almagro

La famosa esquina desaparecida del bar Cola de Mono, en una imagen publicada por la revista "En Viaje", en mayo de 1963.

Hemos visto ya que hay muchas versiones sobre el origen, la denominación y la historia en general del trago o ponche navideño nacional cola de mono, que se hace invariablemente de leche, café, alcohol y especias. Bebida favorita de cada fin de año, algunos adjudican su aparición a supuestos eventos relacionados con el amado y odiado presidente Pedro Montt, aunque los registros concretos del cola de mono se remontan a fines del siglo XIX cuanto menos, antes de llegar a ser mandatario. Sí se sabe que al estadista lo apodaban Mono Montt, especialmente sus adversarios, quienes usaron esto para compararlo con el cola de mono en algunas sátiras y caricaturas.

Dejando de lado leyendas como aquella, una de las teorías que se han considerado sobre el origen de la bebida sitúa su nacimiento (o bien, su salto a la popularidad) en un clásico local de calle San Diego, llamado con el mismo nombre de la deleitosa y embriagante ambrosía: el bar Cola de Mono. Aunque hay problemas cronológicos para sostenerlo como su lugar de nacimiento de la bebida, el que este establecimiento haya compartido su nombre con la misma y la ofreciera como una de las principales especialidades de la casa, nos parece que fue otro seguro factor de expansión importante para el cola de mono en Santiago, más allá de toda duda razonable.

Fue Eugenio Pereira Salas en sus “Apuntes para la historia de la cocina chilena”, quien aseguró que el festivo ponche era creación de la propia dueña y fundadora del bar Cola de Mono, doña Juana Flores, personaje casi mítico en la historia de esos barrios con pasado bohemio y de teatros de revistas. Según su planteamiento, surgió como una “variación de los tradicionales ponches en leche con malicia” al que se agregó café y vainilla. El “acogedor y coqueto” local de aquella pastelería y cantina, adjetivos que le concede en autor, quedaba en una esquina vecina a la Plaza Almagro, sector suroriente de aquel cuadrante.

Aunque los residentes del sector eran los principales clientes del bar y restaurante, también iban hasta allá los paseantes, clientes de varios negocios del barrio y público de cines o teatros del entorno. Como no podían faltar, los intelectuales también llegaban hasta las mesas y barras del Cola de Mono, seducidos por sus tentaciones en horas principalmente nocturnas. Como consecuencia de esto, muchos autores hablaron alguna vez del famoso restaurante y su primera dueña, aunque fuese a la pasada. Entre ellos tenemos a Daniel de la Vega, Jorge Teillier, Raúl Morales Álvarez y Oreste Plath, sólo por nombrar a los principales.

El alguna vez célebre negocio de calle San Diego y de su barrio Latino, sitios pecaminosos en el pasado, había sido fundado hacía 1915-1916, lo hace imposible que el cola de mono fuera creado y bautizado en el mismo como sostienen algunas fuentes, ya que su presencia en las tradiciones es claramente anterior. Sí es un hecho el que, con el tiempo, la casa se convirtió en una gran atracción, dejando de ser sólo una cantina y dulcería popular y cobrando gran notoriedad en ciertos círculos de aventureros y gozadores. Tenemos también registros de ventas de cola de mono en un muy cercano o acaso mismo lugar: el Casino Almagro, de la desaparecida calle Inés de Aguilera 1132, donde mismo estuvo el Teatro Almagro, en avisos que aparecen publicados en la revista "Zig-Zag" de febrero de 1915. No sabemos más de su posible relación directa con el establecimiento que acá nos importa, sin embargo.

La dirección precisa del bar Cola de Mono en años venideros, plenamente especializado en las bebidas del mismo nombre, era señalada en San Diego 512-516 en la esquina de un sector que se formaba cerca de Mencía de los Nidos y adyacente a Inés de Aguilera, próxima también a Eyzaguirre. Es un lugar actualmente muy transformado, en parte fusionado con vía Santa Isabel, vecina al templo del Santísimo Sacramento y la plaza de marras que ahora es un extenso parque. Su lugar, por donde había estado antes la sastrería de Guerra Hnos., también estaba al lado de un establecimiento conocido como el boliche del “uruguayo”, a su vez enfrente del club Le Coq Hardi. Eran territorios bravos, próximos a lupanares como los de calles Eyzaguirre y Lingue (hoy Lincoyán Berríos), además de tabernas de mala muerte y sombríos escenarios descritos, entre otros, por Armando Méndez Carrasco en “Chicago Chico”, aunque siempre atractivos a intelectuales y aventureros.

El negocio había echado anclas en un antiguo caserón con cuatro balconetes en su segundo piso de habitaciones. Atrás, en un patio rodeado de cuartos, se preparaba en grandes ollas calentadas con leña el cola de mono ofrecido a los clientes. La leche usada en la pócima era adquirida directamente a unas lecherías de esos años; el aguardiente, en tanto, era comprada en Renca, mientras que el café en llegaba desde la comercial Tres Montes. Un sencillo cartel colocado en la cornisa sobre el acceso del local, encima del zócalo, anunció por décadas y en caracteres cuadrados a su principal producto, que pasó a ser su nombre propio: Cola de Mono.

Se contaba entre los visitantes que, durante la primera vida del boliche, doña Juana ofrecía personalmente el trago de la casa llamándolo colemono, algo sostenido también por Plath en su “Folklore lingüístico chileno”. En este caso, el autor comparte la misma convicción de Pereira Salas sobre el origen de la bebida en esas cocinas y barras:

Sin embargo, un viejo santiaguino cree que el creador de la fórmula fue el marido o socio de la señora Juana Flores, quien nunca llamó a este licor Cola de Mono, sino Colemono y se enojaba mucho, motejando de ignorantes a los que lo llaman Cola de Mono y no Colemono, como él lo había bautizado.

El aludido “esposo” de doña Juana y continuador del negocio había sido en realidad su socio Fermín Riquelme Carmona, otro nombre a quien se le ha adjudicado la receta que hizo tan famosa dentro del local, además de la denominación como acabamos de ver. Y aunque el cola de mono fue su símbolo más allá de la mera relación nominal, también eran conocidos en el establecimiento sus pasteles, churros fritos en aceite, galletas, su estupendo pan de Pascua y otros bocadillos típicos vendidos en abundancia. Así se refiere a él y sus propietarios el cronista de espectáculos Osvaldo Rakatán Muñoz, en “¡Buenas noches, Santiago…!”:

La bohemia se iba después de una comida o de una fiesta, a tomar el rico “Cola de Mono” al Restorán de doña Juana Flores, que estaba ubicado en San Diego al llegar a Mencia de Nido (frente a la Plaza Almagro). Era doña Juana una señora muy alta (1.85) a la cual llamaban “La mujer del gran corsé” y que era casada con don Fermín, un señor que no medía más de 1.55. Allí llegaba mucha gente de la “high life” y muchos “bacanes” que se solazaban paladeando lo que estaba consagrado, como el mejor Cola de Mono que se hacía en Santiago, en esos años…

En la prensa se lo señaló tempranamente como Bar y Pastelería de doña Juana Flores, por cierto. En febrero de 1917, además, había aparecido en pequeños anuncios de “La Nación” señalado como la “única casa que expende el verdadero y famoso ‘cola de mono’”, juramento que nos parece no era tan real, según parece, aunque en verdad era el local más cotizado para estas ventas. Años después, era presentado ya como Pastelería de don Fermín Riquelme, y así vemos pequeños avisos de marzo de 1935 en donde se lee que, entre varios otros premios, se sortearán en el Teatro Almagro “doce botellas del Cola de Mono que vende esta conocida pastelería”, entre el público que asistiera a la exhibición del documental “El hombre de Arán”, obra de Robert J. Flaherty de reciente estreno.

Publicidad para un Casino Almagro en revista "Zig-Zag", febrero de 1915, en la calle ya desaparecida de Inés de Aguilera al costado de Plaza Almagro. Creemos que alguna relación debe tener con el posteriormente llamado bar Cola de Mono, del mismo sector.

Aviso del Cola de Mono publicado en "El Diario Ilustrado" en diciembre de 1934.

Aviso del Cola de Mono o "ex Juana Flores" cuando estaba en manos del señor Riquelme, en la Navidad de 1935.

Aviso en la prensa de mayo de 1943, cuando el negocio ya había pasado a manos del comerciante Aller.

Vista del caserón del bar Cola de Mono y su fachada, en sus buenos años. Fuente imagen: revista "En Viaje".

Vista de la antigua Plaza Almagro hacia la Parroquia del Santísimo Sacramento, desde la esquina de Inés de Aguilera con Gálvez (hoy Zenteno), hasta donde llegaba entonces su área verde. Fuente imagen: Lacunza barrio de Santiago (blog).

 

La mejor época del bar parece haber comenzado en aquellos años y se extenderá hasta cerca de mediados del siglo... Época también complicada, con el barrio más bravo que antes, saturado de “niñas felices” en el sector de Eyzaguirre, atractivo de muchos hampones que visitaban cabarets con comedores a los que también iban escritores y poetas, como el night club El Submarino cerca de la misma Plaza Almagro. Eran las cuadras dominadas por las actividades ilícitas del temido Cabro Eulalio, además, personaje considerado antaño como un verdadero príncipe de los bajos fondos.

Siendo muy jóvenes, los poetas Alberto Rojas Jiménez y Pablo Neruda llegaron una noche de aquellas hasta el Cola de Mono, hacia 1924-1925. Ambos andaban muy faltos de dinero, pero deseosos de divertirse en ese circuito de calle San Diego. Según lo que relata Orlando Oyarzún Garcés en el libro-homenaje que hizo Plath para el primero de ellos (“Alberto Rojas Jiménez se paseaba por el alba”), calcularon que les alcanzaría el poco dinero que traían para una jarra de clery y, así, "podían sentarse tranquilamente en cualquier mesa, beber y hasta sacar a bailar alguna niñoca...".

Sin embargo, el desastre se desató cuando llegó el mozo para cobrar la cuenta: recibió de los poetas la mitad de un roñoso billete de cinco pesos, enrollado como escondiendo su secreto... No se habían dado cuenta que estaba partido, hasta que lo estiraron. Fue rechazado, obviamente, y los dos terminaron pasando la borrachera en la Segunda Comisaría de Santiago, acusados de intentar cometer el infame delito del "perro muerto"... Paradójicamente, Rojas Jiménez iba a morir una década después víctima de esas mismas travesuras en restaurantes, bares y casas de cena, cuando un mozo de la Posada del Corregidor de calle Esmeralda lo arrojó a la lluvia nocturna y sin su abrigo tras descubrir que no tenía dinero para pagar el banquete que había consumido, contrayendo luego la enfermedad respiratoria que lo llevó a la tumba según la leyenda.

Según Pereira Salas, doña Juana había fallecido “de mal de amores”. Estamos al tanto de que esto sucedió en octubre de 1927, y que don Fermín quedó a cargo del negocio tras casarse in articulo mortis con la que había sido su socia, pues doña Juana no tenía herederos. Después, él se emparejó con doña Hortensia Valdés, trabajadora de la empresa de Tres Montes que proveía al boliche, como dijimos. Ella que estaba atendiendo el local ya hacia 1934 y lo mantuvo por largo tiempo más, de hecho, ofreciendo siempre la especialidad del cola de mono con pan de Pascua como su combinación de oro para todo el año, no sólo en Navidad.

Entre varios otros méritos, el Cola de Mono fue uno de los primeros locales de Santiago que tuvieron un Wurlitzer, con discos que se cambiaban un par de veces al mes. Su atracción era tal que, según contaban, había parlamentarios que “arrancaban” un rato desde el Congreso de Santiago a pegarse un relajo en el local. Cuando llegaba también algún personaje de cotización política, autoridad, artista o amigo de la casa, don Fermín tenía una atención especial con ellos: agregaba al vaso de cola de mono un poco de licor de cacao, haciéndolo todavía más exquisito al paladar. Y otro dato interesante que nos llegó desde don Patricio Riquelme Valdés, hijo de la pareja de Fermín y Hortensia, es que la mujer muy alta descrita por Rakatán en la propiedad del boliche no habría sido doña Juana, sino su propia madre, por lo que hubo allí una confusión de recuerdos por parte del cronista y otros que se han referido al establecimiento.

Las fechas en torno a la Navidad y Año Nuevo fueron siempre las de mayores utilidades para el próspero negocio, como puede adivinarse. La pareja mantuvo así el bar hasta mediados de los años cuarenta o un poco después, pero las muchas exigencias del mismo que obligaban a ambos a turnarse desde la mañana hasta la medianoche (ella en la primera parte del día y él en la segunda) los llevó a tomar la decisión de abandonar al querido boliche y venderlo a un comerciante de origen árabe, pasando así al merecido retiro. Curiosamente, los tres primeros dueños, el patrón y sus dos esposas, acabarían sepultados juntos en el Cementerio General, además.

Varios otros establecimientos de Santiago vendieron cola de mono al mismo tiempo que lo hacía aquel castillito de San Diego, especialmente en el período de diciembre. Francisco Coloane lo recordaba en el Lucerna, de Ahumada enfrente del Banco de Chile, en donde encontró una vez al trágico poeta Rojas Jiménez pocos años antes de su muerte (ver “Alberto Rojas Jiménez se paseaba por el alba”, de Plath). También hacia 1930, la Terraza El Mirador al lado del Jardín Zoológico del cerro San Cristóbal, ofreció tardes de Navidad con orquestas, buffet, pan de Pascua y, por supuesto, cola de mono. El mismo prestigio tenía el producto en La Bahía, en Monjitas cerca de la Plaza de Armas; y en la pastelería, heladería, casino y salón de té O’Higgins, a los pies del teatro del mismo nombre en San Pablo con Cumming, cafetería a la sazón en manos de la firma Biskupovic y Cía. Hubo otros famosos expendios del ponche en el mismo barrio del Cola de Mono, como el boliche de venta de empanadas y pensión del Restaurant Parisién, en avenida Matta 1131 llegando a San Diego: cuanto menos desde 1917, este local prometía ofrecer “el mejor” de todos los colas de mono. Lo mismo sucedía al otro extremo del barrio, en la pastelería La Lira de Nataniel Cox 41 cerca de la Alameda, famosa en los treinta por sus orquestas en vivo.

Tras años de bonanza y popularidad, la caída definitiva del bar con sus últimos dueños parece haber comenzado en los sesenta o la primera mitad de los sesenta, cuando también se precipitó al vacío la época más redituable de la revista, candilejas y bohemia de la populosa calle San Diego. Contaban también de un incendio el barrio de la plaza, que obligó el cierre de varios otros locales entre los que estuvo un pecaminoso hotel parejero y otros bolichitos menores. Con tanto deterioro, quienes continuaron en el negocio simplemente no pudieron mantenerlo, acabando cerrado y desaparecido.

Una violenta demolición arrasó cuadras a los costados de Plaza Almagro, hacia mediados de los ochenta, cuando comenzaba a ser convertida en el actual parque que llegará hasta calle San Ignacio. Entre muros derrumbados y escombros de esas cuadras vivían mendigos y personajes con su cordura perturbada, cargados de sacos, incluso familias completas de indigentes. Además de los libros de la placita Carlos Pezoa Véliz, sólo un par de locales, como una agónica tienda de sombreros, sobrevivieron hasta el último momento en el sector de las esquinas cerca de Santa Isabel, cuando allí sólo quedaba un viejo edificio en ruinas en terrenos ocupados ahora por edificios residenciales y una sede de la Universidad Central, cerca de la estación del Metro Parque Almagro.

Lo quedaba del antiguo sector en donde estuvo el bar Cola de Mono, en tanto, también fue reducido en ese período, no quedando más que recuerdos de aquellos días bohemios y noctámbulos amenizados con el ponche lácteo que hacía de todo el año una Navidad constante. En el muy simple videoclip “Algo está pasado” del grupo musical De Kiruza, grabado hacia 1988 en estos terrenos junto a la plaza ya arrasados por la picota y el combo, semejantes a una ciudad destruida por la guerra, se alcanza a ver -entre vanos desnudos- el espacio en ruinas de lo que fue la vieja casona en donde estuvo antaño el bar, antes de terminar de ser demolida por completo.

Ninguna, absolutamente ninguna huella a la vista, entonces, puede verificar en nuestra época que allí existió el encantado boliche del Cola de Mono, en el pasado más divertido de calle San Diego.

Comentarios

  1. Que hermosa crónica, muchas gracias por subir esta y muchas otras. Son muy evocadoras, interesantes y llenas de detalles para imaginar y contrastar con el presente. Espero que algun día las agrupes en un libro para poder comprarlo. Saludos y felicitaciones!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Nochebuena entre batallas: la Navidad en la Guerra del Pacífico

Sobre cenas y festines de Nochebuena

Las primeras postales y tarjetas navideñas